La dispersión

CADA AUTONOMÍA tiene su historia dolorosa y ruinosa. Valencia, por ejemplo, ha sido un agujero en el Mediterráneo: lo reconozcan o no ahora los jueces. (Con o sin presencia de civiles en el peor de los sentidos.) De Castellón enfabrado no hablemos. Ni de las Islas. Y Andalucía tiene su cruz de los ERE, de los favoritismos familiares, de las acusaciones contra sus campesinos por parte de un señorito que no dio golpe en su vida. Galicia padeció un Fraga cultural, megalómano constructor de ciudades. Cataluña y País Vasco y Navarra están descontentos, o lo fingen, como si fueran países exóticos a los que se abre o se estrecha una puerta. Extremadura, el mejor paso hacia Portugal, se desentiende de casi todo. Castilla y León miran cada uno a un lado como hicieron durante toda su historia, consistente en más o menos camas reales. Y así por el estilo las demás. (Hasta el leve retoque del artículo 135 constitucional que corrigiese los excesos de las autonomías, que siempre piensan «ya vendrán quienes buenos nos harán».) Cuando la responsabilidad no se penaliza y se diluye y se multiplica, todo acaba por ir mal: la economía lo primero, porque el trinconeo del dinero es el sonido que más escucharemos. Cuando la libertad se finge, mala cosa. Cuando la unidad se divide, peor aún.